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EL INOCENTE SONIDO DE LA DESESPERACIÓN

Por: Micaela Pereira Aquino


Ilustración de Ángel Gómez


Me levanto atontada y más tarde de lo que se considera "normal". Sin embargo, estoy bastante segura de que la normalidad de muchos ha cambiado desde que un verdugo invisible le dio sentencia a nuestro mundo, en forma de una pandemia irrefrenable y una cuarentena indefinida. Me dirijo a la cocina para servirme un café, pues es lo único que me devuelve a mi encapsulada realidad. Mientras bebo lentamente, escucho un sonido conocido, demasiado conocido. El sonido de la pequeña bocina me transporta a un recuerdo que ya creía olvidado.


Observo a la pequeña que un día fui, caminando junto a mi hermana mayor y mi madre. Ambas sostienen mis manos, pues soy la más pequeña de la familia y tienen miedo de que algo me pase. El sonido persiste. Mi hermanita emocionada señala hacia el lugar de donde proviene el extraño sonido que es similar a la onomatopeya de un pato. Dirijo mi mirada hacia el lugar donde señala la pequeña niña y veo un pequeño carro cuadrado que tiene una sombrilla y es conducido por un afable hombre vestido de blanco.


La trica empieza a caminar en esa dirección. Una vez que estamos a lado del carro mi hermana empieza a observar con detenimiento un colorido letrero que cuelga de uno de los postes del carrito y señala uno de los dibujos. Mi madre le da unas cuantas monedas al hombre de blanco y él le da dos paquetes coloridos a cambio. Momentos después, la amorosa mujer le ofrece uno de los paquetes a mi hermana y abre el otro para dármelo. La niña más grande saca un helado de chocolate del paquete y una hermosa e inocente sonrisa se le dibuja en el rostro. Yo no me siento tan emocionada con la golosina al principio, pero al ver la alegría de mi hermana sonrió tímidamente y empiezo a comer mi helado. Recuerdo que, si bien no me gustaba mucho el helado, valía la pena por observar el rostro de felicidad de mi hermana y de mi madre.


De repente, regreso a mi realidad. El sonido continúa y me motiva a ver por la ventana. Las calles se encuentran desoladas y silenciosas, pues es fin de semana y está prohibida la circulación. Solo se escucha el solitario sonido de la bocina que suena de manera constante. Parece un grito de auxilio. Un grito de alguien suplicando que lo ayuden con unas cuantas monedas para poder cuidar a su familia hambrienta. Un grito que solo pide que alguien lo escuche y decida comprar una mísera golosina. Pero nadie sale de su casa. Seguramente muchos ni escuchan el llamado por encontrarse distraídos en la comodidad de sus casas. Poco a poco, el sonido se va haciendo más y más lejano, y se pierde en la inmensidad de un futuro incierto.





 
 
 

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